miércoles, 19 de mayo de 2010

Foto carnet

Después de dar tantas vueltas por la ciudad, por fin encontré un bendito lugar para estacionar el auto a siete cuadras del lugar donde tenía que hacer el agobiante trámite. Cuando abrí esa puerta de vidrio, con un marco áspero de color dorado un poco gastado, me abrumó el aire a encierro de domingo al mediodía de ese lugar. Estaba repleto de gente que, como yo, tenía que renovar su documento. Había colas larguísimas y retorcidas, una para cada cabina, y en una esquina al fondo una silla donde se sentaba toda persona, de cualquier edad, género o número a sacarse esa insípida foto en la que no hay una persona que salga bien. Los flashes de esas cámaras que se la dan de profesionales cada trece segundos aproximadamente enceguecían con su fuerte luz blanca a todo aquel que estaba en ese gran galpón iluminado por tres tubos de poca luz amarilla soñolienta que cada tanto titilaba.
Empecé por averiguar cuál era la cabina a la que tenía que ir, y por seguir con los ojos la interminable cola en forma de serpiente cascabel de la que pronto iba a formar parte. Cuando unos cuarenta minutos después me tocó por fin el turno de ir a mi cabina, la secretaria que me atendió era mucho peor de lo que esperaba. No escuchaba nada de lo que le decía, así que cada dato se lo tuve que repetir, como mínimo, cuatro veces. Cuando por fin le dije el último dato (mi lamentable edad) me dijo, como tartamuda, que no necesitaba hacer esto, porque faltaban tres años todavía para que tener que renovar el documento. Esta vez, yo le hice repetir sus palabras veinticinco veces y después me puse a gritar como una loca desquiciada, pero entre todos los murmullos malhumorados de los recién llegados, y el sueño de los que ya se estaban yendo, nadie escuchó mis suplicas para que despidan a esa secretaria... seguramente ella tampoco las entendió, pero yo no las pensaba repetir.
Salí por la misma puerta por la que había entrado, agotada pero feliz de no haberme tomado esa maldita foto que es la gota que rebalsa el vaso en el humor de las personas que se la toman, la última sonrisa que simulan porque después, la larga espera y el resultado de la foto impresa sirven para destruir por completo al humor de cualquiera que pasa por ese trámite. Efectivamente, todas las personas que salían de ese lugar carecían de humor alguno, de melodía dando vueltas por su cabeza, de resplandor en las pupilas, de salto al caminar, hasta de falsas sonrisas. Era como si esa foto que les tomaron hubiese succionado toda su felicidad, su angustia. Era como si toda la personalidad que podrían haber tenido alguna vez, al plasmarse en el papel en forma de mal humor, se hubiese transformado en algo ajeno a sus cuerpos. Como si toda esa sed de sacarse el mal humor, por fin hubiese sido saciada… pero junto con toda su identidad plasmada en la foto carnet. Por suerte, yo no había pasado por eso.