Media hora, tres minutos y cuarenta y siete segundos para juntar todas las hojas de la plaza. Siete minutos más para poner todas en un pilón. Dos minutos y dieciséis segundos para tomar distancia. Un minuto para correr y pegar el salto, y toda una vida para ahogarme en un mar de hojas secas, no pensar en nada y dejarme caer.
Flotar en un universo diferente, bailar con las hojas del otoño y disfrazarse de primavera, seducir a la nube más alta, volar en dirección al suelo, escabullirse en un pelotero colorido, trepar el árbol más alto; que la campera tan pesada pierda peso, apoyar la espalda en el pasto sin sentir el frío del rocío; o en el barro, sin sentir su calor antipático; y liberarse automáticamente de cualquier presión, miedo o angustia. Dejarme caer.
No importa cuánto tiempo lleve la preparación ni el tiempo que tarde en desaparecer en el medio del montón sin ser una más de él; porque esos pocos segundos se hacen eternos si uno realmente se convierte en parte del aire que lo rodea, si uno realmente es feliz; feliz por no sentir nada.
No es verdad que ser feliz depende del amor, de la plata, de la salud, de ser el mejor, de la suerte o hasta de un paraguas en el medio de la lluvia. Ser feliz depende de las cosas más chiquitas de la vida, como tener un gran pilón de hojas y simplemente, dejarse caer.