miércoles, 28 de julio de 2010

Una y dos sonrisas

No se puede tener un amigo tan bueno como Emilio. Él me ama, me lo dice todo el tiempo. Daría absolutamente cualquier cosa por mi, me lleva a todos lados, me ayuda con todo, siempre está cuando lo necesito, y para lo que necesito. En las tardes acaloradas de verano, me da aire fresco; en las noches frías de invierno, me teje mantas y abrigos; cuando no llego a lugares muy altos, me da escaleras o me hace upa (aunque le pese mucho); cuando me siento mal, me cura, y se preocupa enormemente; cuando me pongo mal porque algún chico no me da bola, dice que es un tarado y que no sabe lo que se pierde, y me explica que en su lugar haría todo lo contrario; cuando necesito hablar, es con quien tengo las mejores charlas; y, cuando no puedo ni hablar de lo asombrada o asustada que estoy por algo, él dice que entiende todo simplemente con mi mirada… en fin, no hay nadie más incondicional que él. Siempre dice que tengo una sonrisa contagiosa y una risa estrepitosa pero a la vez hermosa, dice que podría estar días mirándome y no se aburriría (aunque yo no creo que sea así). No hay nadie tan bueno como él, tan sincero, tan calmado, tan compasivo, tan amante de la paz.

El otro día, me llevó al cine y vimos una de esas películas pochocleras y predecibles mientras nos agotamos todas las lágrimas de los ojos y engordamos como veinte kilos de chocolate con maní que llevamos escondidos en los bolsos. Más tarde, me llevó a caminar por un jardín hermoso que yo no conocía, me dijo que era un jardín secreto que había encontrado y me explicó la historia de cada flor mientras las comparaba conmigo. Yo no paraba de reírme.
Empezó a anochecer, y me dio frío… como dije, ni bien le avisé corrió a buscar una campera suya y me la puso sobre los hombros. Yo me quedé sentada en el piso un rato contemplando las constelaciones de estrellas y fotografiando las que iba encontrando para mi colección de constelaciones todavía no reconocidas. Él mientras, me miraba, se reía y negaba con la cabeza; me hacía acordar al chico de la película que habíamos visto… se reía del mismo modo: mirándome con ternura y riéndose de mis payasadas, pero no decía ni una sola palabra. Un tiempo después supuse que se estaba aburriendo, y le dije: “hagamos algo juntos, así no te aburrís”, pero me explicó, otra vez, que conmigo era imposible aburrirse porque mi risa era contagiosa, y como vivía sonriendo, él también lo hacía; y eso le gustaba.
Nos quedamos un rato hablando, hablamos de todo un poco… de las vacaciones, de las mascotas, de los estudios, de nuestras amistades, de nuestras familias y del chico que me hacía llorar todos los días… después de eso; él me dijo, por primera vez, que estaba sufriendo por amor porque estaba enamorado de una chica que a su vez, estaba enamorada de otra persona. Me llamó la atención, porque nunca antes me había hablado de esta chica, pero cuando se lo dije, me indicó que siempre me hablaba de ella, y me decía que tenía la sonrisa más contagiosa de todas. Inmediatamente después le pregunté entre risas y con tono de broma: “¿más que la mía?”. Me miró a los ojos un momento, y después dijo: “como digo siempre, no hay más que la tuya”. Definitivamente, no me gustaba que diera ese tipo de vueltas… se enroscaba solo: ¿Cuál era más contagiosa? ¿La de ella o la mía? Él, se volvió a reír como el de la película… negando la cabeza; pero esta vez dijo, entre susurros, algo que entendí como “qué ingenua”, pero siempre con una sonrisa dibujada en el rostro, por lo que supuse que había entendido mal. Seguimos hablando de esa chica un buen rato, y le pregunté qué iba a hacer. Me dijo que por nada del mundo dejaría de escuchar su risa todos los días, pero cuando le expliqué que no tenía que hacer como yo, que no debía verla todos los días… porque iba a sufrir. Le advertí que era algo difícil de hacer, pero que por lo menos valía la pena intentarlo. Supuse que lo había entendido, y esperaba que fuera así: no tenía sentido ver todos los días a alguien, si a uno le hace mal.
Me recosté sobre sus piernas y me dormí profundamente. Él también se durmió.
A la mañana siguiente me desperté y estaba sola. Se había ido, pero me había dejado una notita pegada en mi bolso (que ahora que sus piernas no estaban, cumplía la función de almohada). La notita decía: “Nunca me voy a olvidar de tu sonrisa, ni siquiera aunque lo intente”.

Nunca más lo volví a ver. Esa mañana volví caminando sola hasta mi casa desde ese jardín secreto en el que me despedí de él. Seguro se fue para olvidarla, y si así fue… espero que no la vuelva a recordar.